Escribo cuando ya el calor de los días deja pensar un poco mejor. Escribo porque hay cosas que decir. Escribo porque soy hijo de la frontera.
Señor Maduro es un usted un
payaso. Pero un payaso sin gracia. Lo afirmo sin temor alguno a equivocarme. Porque
esa es una verdad tan grande como mentira es el creer que esa línea absurda
llamada frontera separa dos pueblos. Como creer que se puede cortar por la
mitad una región, que es solo una, poniendo alambre de púas en medio.
Un día nublado de Noviembre de
1949 mientras caía la tarde por detrás de la cordillera oriental colombiana,
Don Carlos Julio se sentó en el prado del frente de la finca para mostrarle a
los muchachos como se hacían abdominales en el cuartel. En la segunda de las
flexiones al levantarse se escuchó un disparo y Don Carlos Julio tiró la vida
por la boca junto a la caja de dientes. Lo vio atónito sin entender nada Víctor
Jorge, un viejo bueno y sin edad que por aquel entonces no era tan viejo y que
fue quién me contó gran parte de esta historia. Lo vió también el hijo mayor de
la familia, Rafael, otro viejo bueno y lleno de chistes sin gracia que te
hacían partir de risa, que llegaría muchos años después a ser mi tío. Mi madre
no era siquiera un proyecto.
Se quedaron helados mientras
vieron correr al asesino, entre el monte, con la escopeta en la mano. Muchos
años después, Victor Jorge junto a sus miles de explicaciones de porque no
debía corretear a las gallinas, me mostraría el árbol de donde salió la bala
que cambiaría la historia de mi familia y que de alguna forma la llevaría al
sitio y a la forma como yo la conocí. Quizás esa bala me trajo a mí a este
mundo.
En medio del caos de la muerte
del hacendado a Doña Rosario, su esposa, una mujer menuda y bella que yo
llamaba nona, le mandaron razón que tenía que irse. Le dijeron que lo mejor que
podía hacer era pensar en sus hijos. Los echaron de sus tierras por liberales. Los
echaron sin término de preaviso, ni tregua para la mudanza. Rosario recogió lo
que pudo y con sus 5 hijos, desde niños hasta adultos con el bigote apenas
asomando, se fue para volver sólo muchos años después. Se fue para cruzar esa
frontera imaginaria, esa que nunca existió y que aún hoy con alambre de púas en
medio no existe.
En San Antonio la familia comenzó
una nueva vida. Una de sacrificio y pobreza. Una en la que entrarían poco a
poco personajes hermosos de la historia de mi vida, como mi abuelo, el segundo
esposo de Doña Rosario, o mi madre que nacería de esa familia corriendo de las
balas en Venezuela, o todos los hijos de mis tíos nacidos en un orden
fronterizo caótico, tanto que yo realmente no sé quien nació en un lado u otro
del río. Todos de la misma región, todos de la misma familia. Colombianos y
venezolanos, allá y acá, con la misma sangre, con los mismos miedos, con las
mismas esperanzas e hijos de las mismas circunstancias.
Años después cuando Rafael murió,
la susodicha frontera estaba cerrada. En el velorio, un borracho celebre y
lúcido, Jorge, hermano de Rafael y mi tío, recordaría en medio de las lágrimas
que sin saber y por casualidades absurdas de este mundo, a su hermano le
velaban en la casa donde habían llegado corriendo escapando de la violencia.
A mis abuelos la vida los trajó
de vuelta al lado Colombiano de esa línea imaginaria. A mis tíos la vida los
dejó al otro lado. A mi hermana y a mí nos hizo colombianos.
Así es la vida de la frontera,
somos un solo pueblo, una sola familia, habitantes de una región con una raya
en el medio que no entendemos y con la que convivimos desde siempre sin
siquiera mirarla. Una raya que hoy con excusas bobaliconas y embelecos de
payaso sin gracia el presidente de la vecina y hermana Venezuela mantiene
cerrada.
Y no sólo mantiene la frontera
cerrada. Sino que se equivoca y se engaña, tanto el ejecutivo venezolano como los
cómplices de otros poderes que lo secundan, cuando cree que a los que hecha a
patadas de su lado de la línea no son parte de su pueblo. Se equivoca porque
todos ellos por ser hijos de la misma latinoamerica, por tener su esperanza y
su vida de ese lado de la frontera o simplemente por convivir en ese mundo fronterizo
donde yo me crie, son sus hermanos, son parte de esa Venezuela que me vio
crecer, de la misma que me acoge con una sonrisa y una polita.
Y además de equivocarse el señor
Maduro, además miente. Porque mentir no es lo mismo que equivocarse. Y
aun peor, estoy prácticamente seguro de que miente aún a niveles insospechados
para su grado de retraso mental (Permítanme esta licencia los discapacitados y
les ruego no se sientan insultados por la comparación). Miente en las razones
para echar a esa pobre gente de sus ranchos. Miente sobre la situación a lado y
lado de la frontera. Miente sobre como se vive hoy en la tierra de mi familia. Y
mientras miente ve como se deshace Venezuela poco a poco.
No entraré hoy en las formas del desalojo.
No seré gráfico, detesto la pornografía. Bastará con decir, por hoy, que es
vergonzoso ver a un ser humano tratar a otro de esa forma.
Recuerde Señor Maduro que somos
un solo pueblo, y que como dicen en mi tierra (Quizás también a suya)… más rápido cae un mentiroso que
un cojo.
PD. Algunos hechos han sido
abreviados u obviados de la historia en virtud de la ligereza de relato. A los
protagonistas, todos buenos conocedores de la historia completa les pido la
licencia para escribirla así, por ahora.
1 comment:
No se cómo me encuentro con un post reciente de este blog, lo cierto es que siempre es bueno leerte. Buen relato Palomin!
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