Hace un par de
años, lejos de casa, tan lejos que esta pregunta tenía sentido de verdad, me pregunto alguien sobre que libro de Gabo
era mi preferido. Yo sin pensar un nanosegundo le respondí: El amor en los
tiempos del cólera. Ya sabía yo la contrapregunta que vendría a continuación… Y
cien años de soledad? One Hundred years of solitude?. Me encanta lo cacófonica
que suena esa frase en inglés.
Cien años de
soledad. Es el único libro que puedo decir que sin ser
mi favorito, lo abro con un ligero temblor en las manos, con el miedo que le tendríamos
todos a un espejo que nos dijese la verdad. Y eso es algo que no podría
entender alguien que no sea colombiano. Cien años de soledad rasga unas fibras
tremendamente primitivas dentro de nuestro imaginario. Ese libro fue escrito,
quizás a propósito, quizás no, para tocar unos acordes que mueven lo más
profundo de lo que nos identifica como pueblo… Cien años de soledad es la
historia de Colombia, es nuestra historia, es también la mía. Es la historia de
esos pueblos calientes como en el que yo crecí, plagados de mitos y de guerras
y de coroneles y de curas y de espantos y de masacres y de soledad...
“Muchos años después, frente al pelotón de
fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía
había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.
Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas
a la orilla de un río de aguas diáfanas…”
Por alguna razón
cada vez que abro la primera página de una edición muy linda que me regalaron
unos amigos precisamente en Inglaterra y leo esa frase, no puedo dejar de
pensar en mi abuelo y las calles polvorientas de Cúcuta. Y se me abre un
agujero por dentro. No puedo dejar de ver los muebles de la cocina de mi abuela
y los perros y el lavadero y el olor a café endulzado con panela. O recordar
las fiestas colosales de los Cucuteños, el animismo, los cuentos de gestas, las
guerras en el noticiero, la música incesante, los tíos borrachos, las guitarras
en las sillas, los amores imposibles, las infidelidades de puertas abiertas.
Gabriel García
Marquez se encargo de escribir cosas que todos los colombianos sabemos muy
adentro que son ciertas e hizo que afuera creyeran que eran ficción. Todo el
mundo sabe que de amor la gente se enferma y que los enamorados se suicidan con
sales de oro y que al abrirles el corazón lo tienen lleno de tierra. Todo el
mundo sabe que hubo una Mama grande y que en las Bananeras mataron miles de
personas y las subieron en trenes para tirarlas al mar. Todo el mundo sabe que
Francisco el hombre existió y que el diablo se pasea a Caballo en las noches
silenciosas por los pueblos colombianos. Todo el mundo sabe que se puede hacer fortuna
en los gallos y que con un vallenato se puede ahogar cualquier pena.
Se murió Gabo y
como siempre en Colombia no podemos ponernos de acuerdo de si era rojo, azul o
blanco. No sabemos si enterrarlo hacia la izquierda o mirando al Norte. No
sabemos si es políticamente correcto expresar nuestro pesar o callarnos la boca
por miedo a la censura. El no lo pudo escribir mejor. Seguimos siendo un pueblo
que olvida, un pueblo amnésico y que no es capaz de verse en un espejo.
Gabo creyó en su
momento en una idea política que se convirtió en un monstruo. Una idea que en
su tiempo tenía su razón de ser y que hoy por hoy es censurable de muchas
maneras. Pero eso no tiene nada que ver con su literatura. No tiene nada que
ver con la forma en que sin separarse un ápice de su pueblo, de sus raíces, le
mostró al mundo de muchas formas lo que significa ser Colombiano. Eso no tiene
nada que ver con el hecho de que es el único Colombiano que se ha ganado un
Nobel (Ya vendrá a decirme alguien sobre lo politizado que es esto pero no me importa)
y lo recibió en Liquiliqui carajo. Eso no tiene nada que ver con el orgullo que
deberíamos sentir de que cada vez que alguien se acuerde de Colombia tenga sin
remedio que pensar en el río Magdalena o en los Buendía o en los amores febriles
de Florentino Ariza.
Hoy sin colores
deberíamos estar todos llorando a Gabo. A Gabito. Hoy deberíamos llorar en
silencio y sin visos políticos la muerte de un compatriota con mayúsculas. Hoy están
de luto las letras colombianos y latinoamericanas. Deberíamos recordar que un
pueblo con voz, un pueblo que recuerda, un pueblo que lee y escribe nunca
estará condenado a cien años de soledad.